Decir que el 17 de octubre de 1945 fue una fecha histórica es una perogrullada, pero es imprescindible reconocerlo. El 17 de octubre fue el momento en que un simple militar con ambiciones políticas -lo mismo que decenas, quizá centenares de otros militares en las décadas anteriores- se convirtió en el segundo líder de masas de la historia argentina. Es imposible, sea uno peronista o no (y yo no lo soy), no ver esa jornada como algo épico; un golpe palaciego le quita a Perón el poder y luego lo encarcela, los obreros reaccionan (¿espontáneamente? ¿importa?) y logran que sea liberado, para unos meses después consagrarlo presidente de la Nación en las urnas.
El peronismo después se fue corrompiendo. Los casi 10 años en el poder que siguieron, en los que se persiguió a la oposición con saña, el enfrentamiento entre su ala derecha y su ala izquierda en 1973-1976, y finalmente la conversión del movimiento en un aparato (el “pejotismo”, como lo definió Kirchner bastante acertadamente en el 2002) únicamente interesado en conservar el poder, al margen de cualquier ideología, que se dio a partir de 1983, no pueden ser olvidados. Pero si yo hubiese estado en ese día mágico, tal vez diría hoy que valió la pena.
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