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sábado, 30 de junio de 2007

La máscara de la Muerte Roja, de Edgar Allan Poe

La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Se congregaba una densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), se convulsionó en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado se hallaba el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, se acercó impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Se oyó un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

viernes, 29 de junio de 2007

Teseo en Creta

El héroe Teseo era hijo natural del rey Egeo de Atenas. Como conté antes, el rey ateniense no conoció su existencia hasta que el joven se presentó ante él y reveló su identidad. La reina-bruja Medea, deseando proteger los derechos del hijo que había tenido con Egeo, Medeo, intentó envenenar a Teseo, pero fracasó y debió huir a Cólquide, tras lo cual Teseo se convirtió definitivamente en heredero del trono ateniense.
El rey Minos tenía un hijo llamado Androgeo, quién hizo una visita a Atenas para participar de unos Juegos. El príncipe se comportó con toda corrección y de hecho ganó todas las competencias de dichos Juegos. Pero Egeo sospechaba que su verdadero objetivo era promover un levantamiento en su contra por parte de los cincuenta hijos de su hermano Palante, y se las arregló para que unos mercenarios de la ciudad de Megara lo asesinasen cuando viajaba a Tebas.
Cuando Minos supo de la muerte de su hijo, no se dejó engañar y culpó al rey de Atenas del homicidio. Exigió que la ciudad entregase 7 chicos y 7 chicas cada 9 años como compensación por el asesinato. Esos 14 jóvenes elegidos por sorteo eran encerrados en el Laberinto construido por Dédalo, donde eran devorados por el Minotauro. Así sucedió en dos ocasiones. En la tercera, Teseo estaba ya viviendo en la ciudad como príncipe. Él estaba exento del sorteo no sólo por ser hijo del rey sino porque no había nacido en Atenas. Sin embargo, se sintió tan conmovido por el destino de los pobres chicos y chicas que serían enviados a la muerte que se ofreció a ir, con la condición de que si vencía al Minotauro se anularía el tributo. Minos aceptó el desafío y le permitió acompañar a los 14 jóvenes.
Teseo consultó al oráculo de Delfos antes de partir a Creta, y se le aconsejó que propiciase a la diosa Afrodita, pues ella le sería útil en su misión. El héroe entonces le sacrificó una cabra, y la diosa le dio una señal mágica de su conformidad transformándola en un chivo. Luego, cuando llegó a Creta, Afrodita hizo que Ariadna, una de las hijas de Minos, se enamorase de Teseo. Antes de huir de Creta, Dédalo le había regalado a la princesa un ovillo de hilo mágico, y le había explicado que la única forma de salir del Laberinto era atar su extremo a la puerta de entrada. Ariadna le dio a Teseo el ovillo y un arma (según algunas versiones una maza, según otras una espada), y a cambio le pidió que la llevara a Atenas como su esposa. Teseo aceptó y pudo matar al Minotauro y encontrar la salida. Entretanto, los chicos y chicas atenienses se habían liberado gracias a una astuta estratagema de Teseo; el príncipe había disfrazado a dos chicos bastante afeminados de mujeres y los había introducido en el grupo femenino, sabiendo que sería el menos vigilado. Así, los muchachos pudieron matar a los guardias y liberar a todo el mundo. Luego escaparon en los barcos atenienses al amparo de la noche.
Hicieron una escala en Naxos, y allí Teseo aprovechó que Ariadna se había quedado dormida para abandonarla. Hay varias versiones de por qué lo hizo. Algunos dicen que la abandonó por una nueva amante; otros, que temía que la opinión pública ateniense se escandalizara ante la perspectiva de tener como reina a una hija del odiado Minos (lo cual no es muy creíble, pues años después se casó con Fedra, la hermana de Ariadna). Otras versiones afirman que el dios Dionisio se había enamorado de ella y que obligó a Teseo a abandonarla para que él la pudiera seducir, o bien que lo hechizó para que se olvidara de ella. En cualquier caso, Dionisio pronto apareció en Naxos y se casó con Ariadna, tratándola con todos los honores. Ella le dio varios hijos y fue feliz con él.
No obstante, los cretenses tenían una versión totalmente diferente de ésta aventura. Según ellos, el Minotauro jamás existió y el Laberinto era apenas una prisión donde se encerraba a los jóvenes atenienses. Los chicos debían participar a los Juegos fúnebres en honor de Androgeo, algunos siendo sacrificados en su honor y otros siendo entregados como esclavos a los ganadores de las competencias. En los Juegos participaba Tauro, un general de Minos, quién siempre ganaba. No obstante, Minos había dejado de confiar en él porque aparentemente había tenido un romance con Pasifae. Por eso, cuando Teseo propuso luchar con Tauro, con la condición de anular el tributo si conseguía matarlo, Minos accedió de buena gana. Teseo luego combatió y mató a Tauro, y Minos se alegró tanto que perdonó a Atenas por el asesinato de Androgeo y le dio al héroe la mano de Ariadna. Supongo que el mito cretense coincide con la mencionada versión de que Teseo, por uno u otro motivo, la abandonó en el viaje a Atenas.

jueves, 28 de junio de 2007

Celebrity (1998)

Celebrity es la sexta y última película filmada en blanco y negro de Woody Allen, y una de las pocas las en que el director no actúa. El protagonista es Lee Simon (Kenneth Branagh), un escritor frustrado que, harto de su vida monótona junto a su esposa Robin (Judy Davis), una maestra de escuela, se divorcia y se dedica a hacer reportajes y notas a celebridades y escribir guiones de cine. Su deseo es ser famoso, e intenta por todos los medios conseguirlo. Robin, por su parte, consigue fama sin hacer el menor esfuerzo por buscarla, tras convertirse en novia y secretaria de Tony Gardella (Joe Mantegna), un importante productor de TV.
El film es una ácida reflexión sobre lo que significa la fama y sobre los -muchas veces inexistentes- méritos de las celebridades del cine, la moda y la televisión. También es un racconto por las relaciones personales de Lee, tan inestables como las del protagonista de Las muñecas rusas.
Escenas destacadas:
  • Robin y Tony se encuentran con Lee y su nueva novia Bonnie (Famke Janssen) en la avant premiere de una nueva película.
  • Lee intenta hablar con Brandon Darrow (Leonardo Di Caprio) sobre el guión que escribió para él.
  • Haciéndole una nota a la actriz Nicole Oliver (Melanie Griffith), Lee la lleva a la casa donde creció.
Calificación: 9,50

Bienvenidos

Lamento mucho tener que tomar una medida tan drástica como "mudarme" a otro blog. Pero hace unos días varios usuarios de Blogger entraron por error a mi blog en vez de a los suyos. Por suerte, no alteraron nada. No obstante, uno de ellos me dijo que sería más seguro cambiarme a una cuenta de gmail. Yo intenté vincular Terra Incognita a una cuenta de gmail varias veces, pero no pude. Así que decidí crear lo que podríamos llamar Terra Incognita II. Igual, Terra Incognita (I) seguirá abierto y podrán leer los textos que puse ahí. Pero a partir de ahora todos los textos nuevos se publicarán en Terra Incognita II. Perdón por las molestias.